FELICIDAD

FELICIDAD
Y fue en aquel momento cuando empecé a pensar en thomas jefferson, y en la declaración de independencia. En aquella parte que habla del derecho a la vida, la libertad, y la busca de la felicidad. Y recuerdo que pensé... ¿Cómo supo el, que debía poner eso de la búsqueda? ¿Es que acaso la felicidad es algo que, solo podemos buscar, y que en realidad jamás podremos lograr, pase lo que pase? ¿Cómo lo supo?

El Circulo del Noventa y nueve.


Había una vez un rey muy triste que tenía un sirviente, llamado Hasán, que como todo sirviente de rey triste, era muy feliz. Todas las mañanas llegaba a traer el desayuno y despertaba al rey cantando y tarareando alegres canciones de juglares. Una sonrisa se dibujaba en su distendida cara y su actitud para con la vida era siempre serena y alegre. 


Un día el rey lo mandó a llamar. 
-Hasán -le dijo- ¿cuál es el secreto? 
-¿Qué secreto, Majestad? 
-¿Cuál es el secreto de tu alegría? 
-¡No hay ningún secreto, Alteza! 
-No me mientas, Hasán. He mandado a cortar cabezas por ofensas menores que una mentira. 
-No le miento, Alteza, no guardo ningún secreto. 
-¿Por qué está siempre alegre y feliz? ¿Por qué? 


-Majestad, no tengo razones para estar triste. Su Alteza me honra permitiéndome atenderlo. 


Tengo mi esposa y mis hijos viviendo en la casa que la Corte nos ha asignado, somos vestidos y alimentados y además su Alteza me premia de vez en cuando con algunas monedas para darnos algunos gustos, ¿cómo no estar feliz? 


-Si no me dices ya mismo el secreto, te haré decapitar -dijo el rey-. ¡¡¡¡Nadie puede ser feliz por esas razones que has dado!!!! 
-Pero, Majestad, no hay secreto. Nada me gustaría más que complacerlo, pero no hay nada que yo esté ocultando... 
-Vete, ¡vete antes de que llame al verdugo! 


El sirviente sonrió, hizo una reverencia y salió de la habitación. 
El rey estaba como loco. No consiguió explicarse cómo el paje estaba feliz viviendo de prestado, usando ropa usada y alimentándose de las sobras de los cortesanos. 
Cuando se calmó, llamó al más sabio de sus asesores y le contó su conversación de la mañana. 


-¿Por qué él es feliz? 
-Ah, Majestad, lo que sucede es que él está fuera del círculo.. 
-¿Fuera del círculo? 
-Así es. 
-¿Y eso es lo que lo hace feliz? 
-No Majestad, eso es lo que no lo hace infeliz. 
-A ver si entiendo, estar en el círculo te hace infeliz. 
-Así es. 
-¿Y cómo salió? 
-Nunca entró. 
-¿Qué círculo es ese? 
-El círculo del 99. 
-Verdaderamente, no te entiendo nada. 
-La única manera para que entendieras, sería mostrártelo en los hechos. 
-¿Cómo? 
-Haciendo entrar a tu sirviente en el círculo. 
-¡Eso, obliguémoslo a entrar! 
-No, Alteza, nadie puede obligar a nadie a entrar en el círculo. 
-Entonces habrá que engañarlo. 
-No hace falta, Su Majestad. Si le damos la oportunidad, él entrará solito... solito. 
-¿Pero él no se dará cuenta de que eso es su infelicidad? 
-Si se dará cuenta. 
-Entonces no entrará. 
-No lo podrá evitar. 
-¿Dices que él se dará cuenta de la infelicidad que le causará entrar en ese ridículo círculo, y de todos modos entrará en él y no podrá salir? 
-Tal cual. Majestad, ¿estás dispuesto a perder un excelente sirviente para poder entender la estructura del círculo? 
-Sí. 
-Bien, esta noche te pasaré a buscar. Debes tener preparada una bolsa de cuero con 99 monedas de oro, ni una más ni una menos. ¡99! 
-¿Qué más? ¿Llevo los guardias por si acaso? 
-Nada más que la bolsa de cuero. Majestad, hasta la noche. 
-Hasta la noche. 


Así fue. Esa noche, el sabio pasó a buscar al rey. 


Juntos se escurrieron hasta los patios del palacio y se ocultaron junto a la casa del Hasán. Allí esperaron el alba. 


Cuando dentro de la casa se encendió la primera vela, el hombre sabio agarró la bolsa y le pinchó un papel que decía: "Este tesoro es tuyo. Es el premio por ser un buen hombre. Disfrútalo y no cuentes a nadie cómo lo encontraste." 


Luego ató la bolsa con el papel en la puerta del sirviente, golpeó y volvió a esconderse. 


Cuando Hasán salió, el sabio y el rey espiaban desde atrás de unas matas lo que sucedía. 


El sirviente vio la bolsa, leyó el papel, agitó la bolsa y al escuchar el sonido metálico se estremeció, apretó la bolsa contra el pecho, miró hacia todos lados de la puerta, y se arrimaron a la ventana para ver la escena. 


El sirviente había tirado todo lo que había sobre la mesa y dejado sólo la vela. Se había sentado y había vaciado el contenido de la bolsa sobre la mesa. Sus ojos no podían creer lo que veían, ¡Era una montaña de monedas de oro! El, que nunca había tocado una de estas monedas, tenia hoy una montaña de ellas para él. 


El sirviente las tocaba y amontonaba, las acariciaba y hacía brillar la luz de la vela sobre ellas. Las juntaba y desparramaba, hacía pilas de monedas. 


Así, jugando y jugando empezó a hacer pilas de 10 monedas. 


Una pila de diez, dos pilas de diez, tres pilas, cuatro, cinco, seis.... y mientras sumaba 10, 20,30, 40, 50, 60....hasta que formó la última pila: 9 monedas !!! 


Su mirada recorrió la mesa primero, buscando una moneda más. Luego el piso y finalmente la bolsa. 


"No puede ser", pensó. Puso la última pila al lado de las otras y confirmó que era más baja. 


-¡¡Me la robaron -gimió- me la robaron!! 


Una vez más buscó en la mesa, en el piso, en la bolsa, en sus ropas, vació sus bolsillos, corrió los muebles, pero no encontró lo que buscaba. Sobre la mesa, como burlándose de él, una montañita resplandeciente le recordaba que había 99 monedas de oro, "sólo 99". 


"99 monedas. Es mucho dinero", pensó. Pero me falta una moneda. Noventa y nueve no es un número completo -pensaba- Cien es un número completo, pero noventa y nueve no. 


El rey y su asesor miraban por la ventana. La cara del sirviente ya no era la misma, estaba con el ceño fruncido y los rasgos tiesos, los ojos se habían vuelto pequeños y arrugados y la boca mostraba un horrible rictus, por el que se asomaban los dientes. 


El sirviente guardó las monedas en la bolsa y mirando para todos lados para ver si alguien de la casa lo veía, escondió la bolsa entre la leña. Luego tomó papel y pluma y se sentó a hacer cálculos. ¿Cuánto tiempo tendría que ahorrar el sirviente para comprar su moneda número cien? 


Todo el tiempo hablaba solo, en voz alta. Estaba dispuesto a trabajar duro hasta conseguirla. Después quizás no necesitara trabajar más. 


Con cien monedas de oro, un hombre puede dejar de trabajar. Con cien monedas de oro un hombre es rico. Con cien monedas se puede vivir tranquilo. Sacó el cálculo. Si trabajaba y ahorraba su salario y algún dinero extra que recibía, en once o doce años juntaría lo necesario. 


"Doce años es mucho tiempo", pensó. 


Quizás pudiera pedirle a su esposa que buscara trabajo en el pueblo por un tiempo. Y él mismo, después de todo, él terminaba su tarea en palacio a las cinco de la tarde, podría trabajar hasta la noche y recibir alguna paga extra por ello. 


Sacó las cuentas: sumando su trabajo en el pueblo y el de su esposa, en siete años reuniría el dinero. 


Era demasiado tiempo!!! 


Quizás pudiera llevar al pueblo lo que quedaba de comidas todas las noches y venderlo por unas monedas. De hecho, cuanto menos comieran, más comida habría para vender.... 


Vender.... 
Vender.... 


Estaba haciendo calor. ¿Para qué tanta ropa de invierno? ¿Para qué más de un par de zapatos? Era un sacrificio, pero en cuatro años de sacrificios llegaría a su moneda cien. 


El rey y el sabio, volvieron al palacio. 
El sirviente había entrado en el círculo del 99... 


Durante los siguientes meses, Hasán siguió sus planes tal como se le ocurrieron aquella noche. 


Una mañana, el sirviente entró a la alcoba real golpeando las puertas, refunfuñando de pocas pulgas. 
-¿Hasán, qué te pasa?- preguntó el rey de buen modo. 
-Nada me pasa, nada me pasa. 
-Antes, no hace mucho, reías y cantabas todo el tiempo. 
-Hago mi trabajo, ¿no? ¿Qué querría su Alteza, que fuera su bufón y su juglar también? 


No pasó mucho tiempo antes de que el rey despidiera al sirviente. No era agradable tener un paje que estuviera siempre de mal humor. 




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Vos y yo y todos nosotros hemos sido educados en esta estúpida ideología: Siempre nos falta algo para estar completos, y sólo completos se puede gozar de lo que se tiene. 


Por lo tanto, nos enseñaron que la felicidad deberá esperar a completar lo que falta.... 


Y como siempre nos falta algo, la idea retoma el comienzo y nunca podemos gozar de la vida. 


Pero que pasaría si la iluminación llegara a nuestras vidas y nos diéramos cuenta, así, de golpe, que nuestras 99 monedas son el cien por ciento del tesoro, que no nos falta nada, que nadie se quedó con lo nuestro, que nada tiene de más redondo cien que noventa y nueve, que todo es sólo una trampa, una zanahoria puesta frente a nosotros para que seamos estúpidos, para que tiremos del carro, cansados, malhumorados, infelices o resignados. 


Una trampa para que nunca dejemos de empujar y que todo siga igual... eternamente igual! 


¡Cuántas cosas cambiarían si pudiéramos disfrutar de nuestros tesoros tal como están! 





Regalos para el Maharajá.


Una vez un maharajá, que tenía fama de ser muy sabio, cumplía 100 años. El acontecimiento fue recibido con gran alegría, ya que todos querían mucho al gobernante. En el palacio se organizó una gran fiesta para esa noche y se invitaron a poderosos señores del reino y de otros países.
El día llegó y una montaña de regalos se amontonó en la entrada del salón, donde el maharajá iba a saludar a sus invitados.

Durante la cena, el maharajá pidió a sus sirvientes que separaran los regalos en dos grupos: los que tenían remitente y los que no se sabía quién los había enviado.
A los postres, el rey mandó traer todos los regalos en sus dos montañas. Una de cientos de grandes y costosos regalos y otra más pequeña, de una decena de presentes.
El maharajá comenzó a tomar regalo por regalo de la primera montaña y fue llamando a los que habían enviado los regalos. A cada uno lo hacía subir al trono y le decía:

—Te agradezco tu regalo, te lo devuelvo y estamos como antes –y le devolvía el regalo, no importaba cuál fuera..Cuando terminó con esa pila, se acercó a la otra montaña de regalos y dijo:

—Estos regalos no tienen remitente. A estos sí los voy a aceptar, porque estos no me obligan y a mi edad, no es bueno contraer deudas.

—Cada vez que recibes algo, Demián, puede estar en tu ánimo o en el del otro, transformar este dar en una deuda. Si fuera así, sería mejor no recibir nada.

Pero si eres capaz de dar sin esperar pagos y de recibir sin sentir obligaciones, entonces puedes dar o no, recibir o no, pero nunca más quedarás endeudado. Y lo más importante, nunca más nadie dejará de pagarte lo que te debe, porque nunca más nadie te deberá nada.

¿Quién eres?


Aquel día Sinclair se levantó como siempre a las 7 de la mañana. Como todos los días, arrastró sus pantuflas hasta el baño y después de ducharse se afeitó y se perfumó. Se vistió con ropa bastante a la moda, como era su costumbre y bajó a la entrada a buscar su correspondencia. Allí se encontró con la primera sorpresa del día: ¡No había cartas!


Durante los últimos años su correspondencia había ido en aumento y era una parte importante de su contacto con el mundo. Un poco malhumorado por la noticia de la ausencia de noticias, apuró su habitual desayuno de leche y cereal (como recomendaban los médicos), y salió a la calle.


Todo estaba como siempre: los mismos vehículos de siempre transitaban las mismas calles y producían los mismos sonidos en la ciudad, que se quejaba igual que todos los días. Al cruzar la plaza casi tropezó con el profesor Exer, un viejo conocido con quien solía charlar largas horas sobre inútiles planteos metafísicos. Lo saludó con un gesto, pero el profesor pareció no reconocerlo; lo llamó por su nombre pero ya se había alejado y Sinclair pensó que no había alcanzado a escucharlo.


El día había empezado mal y parecía que empeoraba con las posibilidades de aburrimiento que flotaban en su ánimo.
Decidió volver a casa, a la lectura y la investigación, para esperar las cartas que con seguridad llegarían aumentadas para compensar las no recibidas antes.
Esa noche, el hombre no durmió bien y se despertó muy temprano. Bajó y mientras desayunaba comenzó a espiar por la ventana para esperar la llegada del cartero. Por fin lo vio doblar la esquina, su corazón dio un salto. Sin embargo el cartero pasó frente a su casa sin detenerse. Sinclair salió y llamó al cartero para confirmar que no había cartas para él. El empleado le aseguró que nada había en su bolso para ese domicilio y le confirmó que no había ninguna huelga de correos, ni problemas en la distribución de cartas de la ciudad.
Lejos de tranquilizarlo, esto lo preocupó más todavía.


Algo estaba pasando y él debía averiguarlo. Buscó una chaqueta y se dirigió a casa de su amigo Mario.
Apenas llegó, se hizo anunciar por el mayordomo y esperó en la sala de estar a su amigo, que no tardó en aparecer. El hombre avanzó al encuentro del dueño de casa con los brazos extendidos, pero este se limitó a preguntar:
-Perdón señor, ¿nos conocemos?
El hombre creyó que era una broma y rió forzadamente presionando al otro a servirle una copa. El resultado fue terrible: el dueño de casa llamó al mayordomo y le ordenó echar a la calle al extraño, que ante tal situación se descontroló y comenzó a gritar y a insultar, como avalando la violencia del fornido empleado que lo empujó a la calle….Camino a su casa, se cruzó con otros vecinos que lo ignoraron o actuaron con él como si fuera un extraño.


Una idea se había apoderado del hombre: había una confabulación en su contra, y él había cometido una extraña falta hacia aquella sociedad, dado que ahora lo rechazaba tanto como algunas horas antes lo valoraba. No obstante, por más que pensaba, no podía recordar ningún hecho que pudiera haber sido tomado como ofensa y menos aun, alguno que involucrara a toda una ciudad.


Durante dos días más, se quedó en casa esperando correspondencia que no llegó o la visita de alguno de sus amigos que, extrañado por su ausencia, tocara su puerta para saber de él; pero no hubo caso, nadie se acercó a su casa. La señora de la limpieza faltó sin aviso y el teléfono dejó de funcionar.
Entonado por una copita de más, la quinta noche Sinclair se decidió a ir al bar donde se reunía siempre con sus amigos, para comentar las pavadas cotidianas. Apenas entró, los vio como siempre en la mesa del rincón que solían elegir. El gordo Hans contaba el mismo viejo chiste de siempre y todos lo festejaban como era costumbre.


El hombre acercó una silla y se sentó. De inmediato se hizo un lapidario silencio, que marcaba la indeseabilidad del recién llegado. Sinclair no aguantó más:
-¿Se puede saber qué les pasa a todos conmigo? Si hice algo que les molestó, díganmelo y se terminó, pero no me hagan esto que me vuelve loco…
Los otros se miraron entre sí entre divertidos y fastidiados. Uno de ellos hizo girar su índice sobre su sien, diagnosticando al recién llegado. El hombre volvió a pedir una explicación, luego rogó por ella y por último, cayó al suelo implorando que le explicaran por qué le hacían eso a él.
Sólo uno de ellos quiso dirigirle la palabra:
-Señor: ninguno de nosotros lo conoce, así que nada nos hizo. De hecho, ni siquiera sabemos quién es usted…
Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos y salió del local, arrastrando su humanidad hasta su casa. Parecía que cada uno de sus pies pesaba una tonelada.
Ya en su cuarto, se tiró en la cama. Sin saber cómo ni por qué, había pasado a ser un desconocido, un ausente. Ya no existía en las agendas de sus corresponsales ni en el recuerdo de sus conocidos y menos aún en el afecto de sus amigos. Como un martilleo aparecía un pensamiento en su mente, la pregunta que otros le hacían y que él mismo se empezaba a hacer: ¿Quién eres?


¿Sabía él realmente contestar esta pregunta? Él sabía su nombre, su domicilio, el talle de su camisa, su número de documento y algunos otros datos que lo definían para los demás; pero fuera de eso: ¿Quién era, verdadera, interna y profundamente? Aquellos gustos y actitudes, aquellas inclinaciones e ideas, ¿eran suyos verdaderamente? ¿o eran como tantas otras cosas: un intento de no defraudar a otros que esperaban que él fuera el que había sido?


Algo empezaba a estar claro: el ser un desconocido lo liberaba de tener que ser de una manera determinada. Fuera él como fuera, nada cambiaría en la respuesta de los demás.
Por primera vez en muchos días, encontró algo que lo tranquilizó: esto lo colocaba en una situación tal, que podía actuar como se le ocurriera sin buscar ya la aprobación del mundo.
Respiró hondo y sintió el aire como si fuera nuevo, entrando en los pulmones. Se dio cuenta de la sangre que fluía por su cuerpo, percibió el latido de su corazón y se sorprendió de que por primera vez NO TEMBLABA.
Ahora que por fin sabía que estaba solo, que siempre lo había estado, ahora que sabía que sólo se tenía a sí mismo, ahora… podía reír o llorar… pero por él y no por otros.


Ahora, por fin, lo sabía: 


SU PROPIA EXISTENCIA NO DEPENDÍA DE OTROS


Había descubierto que le fue necesario estar solo para poder encontrarse consigo mismo…


Se durmió tranquila y profundamente y tuvo hermosos sueños….Despertó a las diez de la mañana, descubriendo que un rayo de sol entraba a esa hora por la ventana e iluminaba su cuarto en forma maravillosa.
Sin bañarse, bajó las escaleras tarareando una canción que nunca había escuchado y encontró debajo de su puerta una enorme cantidad de cartas dirigidas a él.


La señora de la limpieza estaba en la cocina y lo saludó como si nada hubiera sucedido.
Y por la noche en el bar, parecía que nadie había registrado aquella terrible noche de locura.
Por lo menos, nadie se dignó a hacer algún comentario al respecto.
Todo había vuelto a la normalidad…


Salvo él, por suerte, él, que nunca más tendría que rogarle a otro que lo mirara para poder saberse… él, que nunca más tendría que pedirle al afuera que lo definiera… él, que nunca más sentiría miedo al rechazo…
Todo era igual, salvo que ese hombre nunca más se olvidaría de quién era.


-Y este es tu cuento, Demián -siguió el gordo-. Cuando no tienes registro de tu dependencia frente a la mirada de los otros, vives temblando frente al posible abandono de los demás que, como todos, aprendiste a temer.


Y el precio para no temer es acatar, es ser lo que los demás, “que tanto nos quieren”, nos presionan a ser, nos presionan a hacer y nos presionan a pensar.Si tienes “la suerte” del personaje de Papini y el mundo, en algún momento, te da la espalda, no tendrás más remedio que darte cuenta de lo estéril de tu lucha.


Pero si no sucede así, si tienes la “desdicha” de ser aceptado y halagado, entonces… estás abandonado a tu propia conciencia de libertad, estás forzado a decidir: acatamiento o soledad; estás atrapado entre ser lo que debes ser o no ser nada para nadie..Y de allí en más…podrás ser, pero sólo, sólo y sólo para ti.

Las alas son para volar

..Y  cuando se hizo grande, su padre le dijo:

- Hijo mío, no todos nacen con alas. Y si bien es cierto que no tienes obligación de volar, me parece que sería penoso que te limitaras a caminar, teniendo las alas que el buen Dios te ha dado.

- Pero yo no sé volar - contestó el hijo.
- Es verdad... - dijo el padre y caminando lo llevó hasta el borde del abismo en la montaña.

- Ves, hijo, este es el vacío. Cuando quieras volar vas a pararte aquí, vas a tomar aire, vas a saltar al abismo y extendiendo las alas, volarás.
El hijo dudó:
- ¿Y si me caigo?
- Aunque te caigas no morirás, sólo algunos machucones que te harán más fuerte para el siguiente intento - contestó el padre.

El hijo volvió al pueblo, a sus amigos, a sus pares, a sus compañeros con los que había caminado toda su vida. Los más pequeños de mente le dijeron:
- ¿Estás loco? ¿Para qué?  Tu viejo está medio zafado... ¿Qué vas a buscar volando? ¿Por qué no te dejas de pavadas? ¿Quién necesita volar?
Los más amigos le aconsejaron:

- ¿Y si fuera cierto? ¿No será peligroso? ¿Por qué no empiezas despacio? Prueba tirarte desde una escalera o desde la copa de un árbol, pero... ¿desde la cima?
El joven escuchó el consejo de quienes lo querían. Subió a la copa de un árbol y, con coraje, saltó... Desplegó las alas, las agitó en el aire con todas sus fuerzas pero igual se precipitó a tierra...

Con un gran chichón en la frente, se cruzó con su padre:
- ¡Me mentiste! No puedo volar. Probé y ¡mira el golpe que me di! No soy como tú. Mis alas sólo son de adorno.
- Hijo mío - dijo el padre - Para volar, hay que crear el espacio de aire libre necesario para que las alas se desplieguen. Es como para tirarse en un paracaídas, necesitas cierta altura antes de saltar.

Para volar hay que empezar corriendo riesgos.

Si no quieres, quizás lo mejor sea resignarse y seguir caminando para siempre.